En medio del frío por José Jiménez Lozano
La nueva experiencia consistirá en echar cuentas sobre lo que nos hemos ahorrado con las rebajas
Con frecuencia he evocado este tiempo entre la fiesta
de San Antonio Abad y la fiesta de las Candelas, que es un tiempo que
en el pasado era solamente como la coda de las fiestas de Navidad, que
acababa con este despliegue de luces, sino como un anuncio muy sobrio de
la primavera, por ejemplo en el apunte de yemas rojas en los chopos,
hasta en los eneros y febreros más fríos, y también con la presencia de
unos dulces como hojas delicadas y aéreas, muy frágiles, casi como la de
los dulces que se llamaban azucarillos, y con cuyo nombre se llamaba a
las personas hipersensibles, cuando todavía se hablaba un lenguaje no
meramente comunicativo, y con él se significaba perfectamente que tales
personas podían deshacerse como este antiguo dulce de antiguo prestigio
parlamentario que, disuelto en agua, inclinaba a los señores diputados,
cuando lo tomaban, a tornarse cautos antes de decir obviedades,
naderías, o enormidades.
En realidad, aquellas fiestas se han resumido, en este inicio y media
parte del invierno, en una festividad comercial: la de las rebajas, y ha
sucedido algo así como sucedió en el caso de la secularización de los
camaradas, cuando se seguía llevando a una granja de Kiev a los
trabajadores de otras granjas, y como refleja Platonov en su estupenda
novela «Chevergun», recordaban que, antes, iban a Kiev a asistir a la
esplendorosa liturgia de la Iglesia Ortodoxa Oriental, comían, bailaban,
se divertían, y esperaban que, cuando muriesen, se estaría
de algún modo con San Wladimiro y seguirían desgranando historias de
todas clases. Y lo que lamentaban era que ya solamente iban a hablar de
gallinas, de producción, y de ser campeones de ésta. Y así han menguado
también las cosas entre nosotros, y, en este caso, toda esta nueva
experiencia consistirá en echar cuentas sobre lo que nos
hemos ahorrado con las rebajas, y los cálculos que se comienzan a hacer
con las vacaciones de Semana Santa o de verano, que funcionan como la
llegada al Edén ciertamente.
Pero así son las cosas, y sin duda son muy bienvenidas, las
rebajas especialmente, en estos recios tiempos llamados «de crisis»,
aunque quizás debieran llamarse de desastre, según nos están recordando
todos los días políticos y «medios», con una machaconería que se
parece un poquito al masoquismo, como si las gentes en muy gran medida
no supieran de qué va el asunto.
Por otra parte, la meteorología este año ha sido muy especial, excesivas
nieblas en tierra de nieblas como es ésta en la que escribo, y codas
luego de frío siberiano. Y ambas cosas, por cierto, son muy literarias y
filosóficas, desde luego: las nieblas porque, si se está en medio de
ellas, no parece que haya más mundo y es una sensación bastante grata a
veces, y los fríos siberianos, porque nos traen los recuerdos de
Dostoievski, aunque también, desgraciadamente, los horrores de los
campos de concentración soviéticos y ciudades-fantasma, que, siendo
completamente imaginarias pasaron por industriosas ciudades que estaban
levantando los pilares de la paz y la prosperidad de la nueva humanidad,
porque, en medio, de esos horrores de estos tiempos, siempre surgen
como pastillas muy efectivas estos lemas del trabajo, la libertad, y la
reeducación para un nuevo mundo sin injusticia alguna. Y mejor
sería no mentar estas cosas, pero cuando se comienza a poner al Estado
en medio de la vida de los hombres como fuente de conocimiento y de
moral, lo que estamos fabricando, verdadera e inevitablemente, es
aquel horror; y debemos saberlo.
Pero lo que nos otorga esperanza y alegría es que sabemos que, allí
también, pudo florecer la pequeña vida humana que está prohibida por los
grandes poderíos e ideologías de muerte. Y de ese mundo clandestino o
invisible nació, por ejemplo, «La casa de Matriovna», de Solzhenitsyn,
quizás la gran joya de toda su obra, que es una historia que nos asegura
que el hombre seguirá ahí, en medio de todos los fríos del mundo.
José JIMÉNEZ LOZANO
Premio Cervantes
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